Resumen
A nadie, y mucho menos a los lectores de esta revista, habría que recordarles que asumir la profesión médica es dedicarse a una ocupación increíblemente absorbente. La realidad se hace evidente desde el momento en que se ingresa a la escuela de Medicina sin haber salido aún de la adolescencia o, si acaso, estrenando esos primeros años de adultez. Ese proceso de “maduración”, si lo podemos llamar así, es muchas veces traumático. Estudiar Medicina implica renunciar a gran parte de la vida familiar y social, y a dedicar el escaso y valioso tiempo libre a estudiar o, en el mejor de los casos, a recuperar el sueño perdido.
Las cosas no mejoran en el año de internado, que es quizás el momento culminante del maltrato y el matoneo que por años ha acompañado la formación de un médico. Luego, solo si se es afortunado, se accede a la especialización, y a la presión por aprender y practicar se añaden las afugias económicas. Los otros compañeros de cohorte llevan ya vidas independientes y tienen (o están buscando) puestos con una remuneración que justifique todos los años de esfuerzo. El reloj del tiempo es inclemente, se van acercando los 30 años y aún no tenemos acumulados pagos a un fondo de pensiones, pero los años del retiro se ven tan lejanos que otras prioridades son las que encabezan la lista de preocupaciones.
Para las mujeres, que hoy son la mayoría en las facultades de Medicina, en particular para aquellas que tienen en mente la opción de una vida familiar tradicional, aquella de criar hijos y de echarse a cuestas la mayor parte de las labores del hogar, la situación es todavía más complicada. No en vano ellas acceden menos que sus pares masculinos a las posiciones de liderazgo, esas que involucran la toma de decisiones en los altos niveles. Encontrar una pareja solidaria que asuma de manera equitativa la difícil tarea de la crianza de los hijos no es fácil en esta nuestra cultura machista.
Citas
.

Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0.

